domingo, 23 de julio de 2017

PASIONES DESBORDADAS

                                                                              (Tercer relato de "Refugio en la Cumbre")                                             



Por Sebastian Del Pilar Sanchez   
      
Aura Collado era la nieta de Luis Rodríguez, un pequeño propietario o campesino afortunado que compró la tierra de Villa María para resguardar el futuro de su hija María Rodríguez, que había sido engendrada en una contrariada y ocasional relación con una inmigrante haitiana que vivió varios años con un estatus migratorio ilegal en la sección El Limón del municipio santiaguero de Villa González; la cual -evitando ser repatriada- regresó al territorio de Haití, dejándole la custodia de la recién nacida, hasta tanto pudiese regularizar su estatus con un visado de residencia. 

El viejo agricultor tendría entonces unos 73 años y había enviudado mucho tiempo atrás, siendo un hombre solitario que convirtió a su pequeña María en la razón de su vida, ocupándose de criarla y educarla, mientras cultivaba y hacía prosperar una tierra que había sido del ingenio Amistad, adquirida por él en una subasta del Banco Central, durante el proceso de privatización de bienes de la industria del azúcar, realizado por la corporación azucarera dizque para estimular la iniciativa y la inversión privada nacional y extranjera.

Luis Rodríguez se ocupó de la instrucción de su hija y escogió a una prima suya para que la supervisara y monitoreara en los asuntos domésticos y escolares, manteniéndole una estrecha y cuidadosa vigilancia, porque era una adolescente impetuosa, con sus hormonas revueltas, que fue creciendo con desbordante coquetería y exacerbado pudor, convirtiéndose desde los 14 años en una chica muy apetecida entre los hombres de la región por su belleza mulata y por el impulso travieso de una sonrisa magnética que mantenía siempre delineada en sus labios, la cual le fluía de manera espontánea al saludar, poniendo de relieve su inmenso carisma y encanto juvenil.

 Desde su nacimiento, el agricultor se esforzó en mejorar sus ingresos y en hacer ahorros sustanciosos para garantizarle calidad de vida y un futuro mejor; redoblando por ello la acción agrícola, con una grandiosa cosecha de flores y cítricos en cada verano, que alentaba con su devoción cristiana y con un culto quincenal a la efigie de San Antonio, el santo católico que era su intercesor para conseguirle a su hija un marido amoroso y productivo; fallando en cierto modo en el intento, por la inestabilidad de la chica que desde la adolescencia más remota tuvo amores breves y erráticos, entregándose finalmente a un desconocido suyo, que jamás había oído mencionar, originándole una profunda decepción porque tronchó su deseo de casarla con la bendición sacerdotal.

María Rodríguez huyó del hogar con un joven de San José de Las Matas, que dijo llamarse Manuel de Jesús Collado de la Torre, sin una orientación clara de hacia dónde iba ni de qué viviría, teniendo que regresar a la hacienda más pronto de lo planeado, llevando consigo a su marido; esto fue un día en que su padre estaba en lo alto de la colina, cabalgando un mulo de faena diaria, tras recorrer palmo a palmo la hacienda, supervisando una cosecha de naranjas, cuando su sobrina lo fue a buscar para darle la noticia de que la chica había regresado.

“¡Cómo! ¿Regresó? Estoy cansado de las insensateces de María. Dile que se vaya. Es una ingrata, desvergonzada. 

No quiero verla ni escuchar pamplinas”, le dijo.
Luis Rodríguez estaba airado, tremolando en su ánimo la ponzoña de un profundo pesar ocasionado por la actuación desafortunada de su hija. Su relación marital era para él una burla al recato que debía mostrar una chica de una familia con vergüenza.

 Y atrapado por ese confuso sentimiento, por primera vez en su vida rechazó a la hija amada. Su sobrina temblorosa por el asombro y el miedo que originaba su resabio, tartamudeó mientras le explicaba que la pareja había llegado para quedarse, pues traía consigo dos maletas que ella entró en la antigua habitación de María.

 El viejo dejó sin concluir su tarea de cada mañana, regresó de prisa a la casa encontrándose con el desagradable espectáculo de ver en su sala a un forastero sentado en una butaca, cargando en sus piernas a María, quien abanicaba su rostro con un pedazo de cartón. 

No pudiendo contener su enojo y con ganas de golpearla, se le acercó y le soltó una fuerte cachetada en su mejilla izquierda, mientras le agarraba el cuello al desconocido que tronchó su ilusión de verla casada como Dios manda, apretándolo con furia descomunal, casi impropia de su edad.

El viejo espetó ásperas palabras de disgusto por la presencia de ambos y les advirtió que sólo muerto podía permitir que el mundanal se asentara en sus predios, voceando a viva voz, amenazando con matarlos a fuerza de cartuchos de escopeta, si se empeñaban en permanecer allí; haciéndoles saber que no le temblaría el pulso si tuviese que disparar su arma de fuego contra quien fuere, porque no iba a tolerar una tomadura de pelo.

 Así se expresó, aunque en el fondo, el viejo sentía una melancolía aprisionando su corazón, pues su hija era todo para él. No había nada más importante. Era un hombre viudo y prácticamente solo, consciente de que en cualquier momento su única compañía -que era su sobrina-, terminaría marchándose de esas tierras para irse a la casa de su madre, donde les esperaban ella y un fracatán de hermanos.

El joven Manuel de Jesús Collado de la Torre y su mujer, optaron por marcharse sin rechistar por el mismo camino que llegaron a Villa María, regresando con su arrogancia reducida y su moral arrollada por la firme actitud del anciano, que había marcado al joven marido con el mote de ocioso, al no conocérsele profesión ni oficio. 

El rostro de su hija era un manifiesto de contrariedad y sorpresa, había subestimado a su padre confiada en su ternura y tolerancia, considerándose ser la única persona que podía doblegar su carácter sólido como el acero.
-Lamento que no confíe en mi –le dijo al despedirse.

Pasaron diez meses sin comunicación directa pero el padre estuvo atento a lo que sucedía en la comunidad de Quebrada Honda, a cinco kilómetros de distancia de su hacienda, donde María se había ido a vivir con su marido, experimentando allí apuros económicos inimaginables, enflaqueciendo peligrosamente, faltándole “las tres calientes”, ya que en su nuevo hogar no había de nada; apenas estaban comiendo con dificultad una vez al día, y dormían en un estrecho dormitorio de una casa alquilada por un familiar, donde sólo había espacio para su cama y sus maletas. Su marido no tenía trabajo, llevando demasiado tiempo desocupado y con el espíritu abatido, enclaustrado en aquella habitación. 

En ese estado de pobreza jamás padecido, María Rodríguez fue preñada; subsistiendo en condición espantosa los dos primeros meses de su embarazo, perdiendo peso vertiginosamente por la falta de apetito y la anemia que puso en riesgo su vida y la de la criatura que estaba en su vientre. 

Al enterarse, Luis Rodríguez sintió un vértigo de angustia, sabiéndola encinta y en grave situación de peligro; y en demostración elocuente de su afecto, arremansado en su corazón, viajó a Quebrada Honda en su búsqueda; transportándola a la finca e instalándola en la cómoda pieza principal, con todo y marido.

Rápidamente, el médico de la zona, conocido como el doctor Mendoza, se encargó de la chica, visitándola diariamente, poniéndole suero, inyecciones de vitaminas B, y obligándole a tragar un jarabe desagradable pero reconstituyente, para que recuperase el apetito. Y así esa chiquilla frágil y alicaída se preparó físicamente para soportar los rigores de la maternidad con entereza y calma. 

Una mañana de abril, dos meses después, llegó al mundo una linda bebé que recibió el nombre bautismal de Aura Collado Rodríguez, que vendría a ser la rosa más preciada del jardín, con el destino marcado de convertirse con los años en una mujer poderosa.

El nacimiento de Aura Collado Rodríguez fue la alegría de la Villa. El viejo arreció la labor en el campo levantándose cada madrugada de lunes a viernes a ordeñar sus dos vacas de pura raza, cuyo alimento fue durante un tiempo exclusivo de la madre y la recién nacida, por el agotamiento prematuro de la leche materna.

 María Rodríguez y su prima fijaron su atención en mantener los pañales limpios y planchados y en bordar sus ropas y zapatos, y Manuel de Jesús Collado comenzó a trabajar en la hacienda, dándole una mano al viejo, levantando las cercas, limpiando los equipos, sembrando las semillas, recogiendo los frutos y en el ordeño diario. 

También inició la costumbre de regar la jardinería y los árboles cercanos a la casa. La joven pareja comenzó a vivir un tiempo de tranquilidad absoluta desde el nacimiento de Aura en el antiguo caserón, al pie del cerro de la hacienda, próximo a la polvorienta carretera.

Allí solo el viejo estaba inquieto. Tenía 75 años cuando nació Aura y comenzó a preocuparse por darle a la hacienda un manejo productivo. Sin embargo, también le intranquilizaba el haberse enterado de que su yerno tenía una vocación secreta por el juego, asaltándole la duda sobre el destino de la propiedad si cayera en sus manos, ya que pudiera perderse en una apuesta gallística, o en una hipoteca innecesaria. Comprendió entonces que sería un grave error dejar sus predios al azar, al mando de una administración arriesgada, y con esa premonición fija en su pensamiento, quiso poner todo en orden, por si acaso algo pudiera ocurrirle. 

Y una mañana viajó a Barrabás, sección cercana a sus predios, donde el abogado César Céspedes, con quien hizo los arreglos pertinentes para que a su muerte la hacienda pasara a ser propiedad de su nieta, con el derecho de su madre a ejercer una administración compartida con éste, hasta que la chica cumpliera los 18 años. 

“La tierra y los bienes de Villa María son intransferibles y sólo se podrán vender o subastar cuando Aura Collado Rodríguez cumpla la mayoría de edad. Hasta entonces serán administrados de modo compartido por María Rodríguez y el abogado notario”, indicó don Luis en el acto notarial registrado por el licenciado César Céspedes.

Aura fue creciendo bajo el cuidado de sus padres y su abuelo; asistió a la escuela a los 3 años de edad, sobresaliendo por su asombrosa capacidad para el aprendizaje. A los cinco años, memorizaba casi todas las capitales y las principales ciudades de los países de los cinco continentes, revelando discernimiento en torno a la Atlántida y sus leyendas, y sus compañeritos de escuela decían que ella era una enciclopedia verbal, recitando los nombres de las aves, de los peces, de los animales mamíferos, de los insectos, y de cada partecita del cuerpo humano. 

Amaba la pintura y en su adolescencia aprendió a dibujar veleros y bodegones, haciéndolo con una profesionalidad impecable. Conoció asimismo los cuentos clásicos más famosos del mundo, pasando horas enteras declamándolos como poesía en la escuela, o ante su abuelo. Sentía predilección por los relatos árabes “Las mil y una noches” y “Alí Babá y sus cuarenta ladrones”, así como por el famoso “El Gato con Botas”. 

A los cinco años, Aura distinguió la música clásica de la popular; y según su abuelo, a esa edad también era sensible a la Quinta Sinfonía de Beethoven, la cual aprendió a silbar de memoria frente al televisor cada tarde, viendo sus programas favoritos de muñequitos animados, después de realizar sus tareas escolares. Y a los 13 años ya era bachiller, siendo su abuelo el padrino de su graduación. Pero su vida de alegría varió drásticamente cuando ocurrió su muerte, que recordaría cada día por venir.

Entonces su prima fue la última persona en verlo con vida y la primera en ver su cadáver. Lo encontró muerto debajo de una mata de mango, tirado en el suelo boca arriba, con una mano escarbando en el bolsillo de su camisa…había sido víctima de un ataque al corazón. 

La chica sufrió desde entonces de continuas pesadillas, soñando que don Luis la invitaba a subir a una nave gigantesca llena de gatos y caballos dorados levitando dentro de un arcoíris de fuego.

 Era un sueño aterrador y fijo, que estaría repitiendo noche por noche, hasta cinco días después del entierro, cuando una vieja curandera del Sur, que María buscó en la sección El Limón, comenzó un ensalmo curativo dentro del gran espectáculo ritual con invocaciones a la Virgen de los Milagros, en que se convirtió el velatorio.

A la semana del novenario, el doctor César Céspedes, abogado de Villa María, informó a la familia Collado Rodríguez que por disposición de su cliente fenecido, según dejó constar en un acto notarial, la jovencita Aura Collado Rodríguez había sido convertida en heredera absoluta de su hacienda y de sus bienes; decisión que la madre aceptó complacida ya que su única ambición era la felicidad de la chica, su educación y su comodidad.

 El marido, en cambio, reaccionó con enojo; reprochando la falta de confianza de su extinto suegro, y manifestando frente a su mujer el desaliento que sentía al no poder disponer de esas tierras cuya venta lo hubiese puesto, junto a su familia, camino a la ciudad en busca de un destino mejor.

Con la desaparición del anciano, todo en la hacienda comenzó a complicarse. Manuel de Jesús Collado de la Torre continuaba inconforme, irascible, amurallado de intolerancia, emitiendo insultos y atropellos a su mujer y su hija, cautivo de celos sin fundamento que originaban conflictos y amenazas, hasta que fueron cada vez mayores y la relación marital se convirtió en un tormento irresistible, cediendo paso al rompimiento definitivo, a pocos meses del fallecimiento de Luis Rodríguez. 

Abandonó la hacienda y a su mujer, y en cierto modo también sus obligaciones paternales, desatendiendo sus deberes de solventar las necesidades económicas y la educación de Aura, quien estaba en pleno dominio de su energía juvenil y quería realizar una carrera universitaria. Sin duda, la obstinación en celar, la sospecha y la suspicacia, mellaron toda posibilidad de restablecer la empatía amorosa entre Manuel de Jesús Collado y María Rodríguez, quien comprendió rápidamente que ya no tenía porvenir con este hombre, poniendo todo su tesón en la prioridad de un proyecto de futuro con su hija.

 Animada por esa idea, no quiso regresar a la azarosa vida de angustias, daños físicos y morales, que la agobiaron en los últimos meses de su relación marital, que fueron como un siglo de pesares en su vida. 

Hermosa y atractiva aún, teniendo 30 años de edad, aceptó iniciar un noviazgo respetuoso con un profesor del liceo secundario de la zona que le propuso matrimonio bajo la bendición de la Iglesia.

María salía poco de la hacienda, sólo a misa los domingos en el pueblo más cercano, encontrando en su recorrido por las calles y el parque, la admiración de los hombres que posaban sus miradas maliciosas sobre los duros pechos fermentados por la eternidad del placer, como magia para la virilidad insatisfecha. María pasó cuatro meses felices y en completa calma, un poco preocupada por la falta de recursos para disponer el envío de Aura a una de las universidades de la gran ciudad, a realizar sus estudios en ciencias de la salud.

 Estaba viviendo de un pequeño negocio de préstamos puntuales a determinados comerciantes amigos, que siempre pagaban sus réditos con atrasos; no recibía un solo centavo de Manuel de Jesús y apenas le entraban unos pesos por concepto de la renta mensual de un criadero de cerdos, pero fue en este tiempo que afortunadamente conoció al agrónomo Mario Santiago Vargas y comenzó a sostener con él un vínculo sentimental afianzado en la comprensión y la ternura, basado en un proyecto matrimonial con fecha fija el 14 de febrero del año siguiente, durante la celebración de la fiesta de San Valentín. 

María estaba ocupada en sus preparativos matrimoniales y el novio, por su parte, en la compra de mobiliarios y dar apoyo a la educación de Aura, a quien entregó una carta dirigida al inspector regional de Educación, que fue su compañero de aula en la universidad, para que la tomara en cuenta en los programas de becas para maestros, ya que ella había abandonado su sueño de ser médica, queriendo optar por una licenciatura en educación, para oficiar de profesora de la enseñanza primaria.

De su lado, Manuel de Jesús Collado seguía empeorando, volvió a ser un hombre sin oficio, envenenándose el alma, excitando de rabia el corazón; en un estado de vivencia infernal y delirante, desde que tuvo la certeza de la provisión de un nuevo amor en la vida de María, que le había cerrado el camino de regreso a sus brazos. Seguía amando a esa mujer de mala manera. Ella había tomado en su corazón. Era imposible borrar las horas felices que vivió a su lado, recibiendo los mayores placeres que pudiera recordar, incluyendo su hija.

Por eso, ardiendo de celos, angustiado y sin calma, sólo pensaba en matarla. No la concebía en brazos de otro, porque eso -a su juicio-, era una afrenta inconcebible. Con ese pensamiento retorcido, totalmente obnubilado, se mantenía todo el tiempo ansiando la ocurrencia de un suceso calamitoso que malograra su vida o la de ella, para impedir a cualquier precio la formalización del amor pautada para el 14 de febrero, a través de un nuevo matrimonio de María en la Oficialía Civil y la Iglesia. Su decisión en definitiva era impedir la cristalización de las bodas de María Rodríguez, su mujer durante 17 años. Era una idea fija, clavada en su mente. 

Una encendida obsesión, ardiendo en su corazón. Una terquedad chiflante, detenida en lo más hondo de su pensamiento. Una tragedia inevitable hincando su sentimiento, en la soledad del olvido. 

La mente perturbada de Manuel de Jesús Collado constituía un escollo peligroso para los planes de Mario Santiago Vargas y María Rodríguez, quienes cruzaban desafiantes un territorio volcánico de pasión sin freno.

Fue así como lentamente se había construido a expensas de la subversión, un túnel de rabia por el cual Manuel de Jesús Collado introducía enloquecido la imagen de su adorable ex compañera grabada en su cerebro, y su instinto animal lo desviaría del cauce normal del raciocinio, hilvanando la tragedia, en momento en que un diluvio enfogonado de sentimientos empapaba los corazones de la pareja enamorada, que se mantenían felices al margen de la calamidad que les asechaba como destino, en el final de un laberinto sin salida.

En plena época de Navidad, y en vísperas de las celebraciones por la venida de un año nuevo, la copa del resentimiento se rebosaría en el alma de Manuel de Jesús Collado, enterado de que los novios festejaban en el pueblo, con ritmos antillanos de sones y merengues, la espera del cañonazo de fin de año y el grato momento de reunirse con sus amigos, para compartir sus planes, cuando ya sólo faltaba un mes, 14 días y unas horas para sus bodas. 

Esa noche, mientras la gente estaba en el bar, y otra parte aglomerada en el parque, Manuel de Jesús Collado entró a la hacienda como un ladrón llevándose consigo sólo la escopeta del difunto don Luis Rodríguez, y se marchó de inmediato hacia el lugar de la fiesta, con el talante de un verdugo implacable, montado sobre un espigado y fuerte caballo pinto; escuchándose a lo lejos el merengue Caña Brava, en la voz de Joseíto Mateo, que salía con nitidez musical de la vellonera; y casi de inmediato, un pegajoso son cantado por el trío Los Matamoros.

Sus oídos no se concentraban en la música, porque sólo tenía oídos para escuchar el bramido del viento soplando fuerte, y sus ojos de lobo enrojecidos de furia, miraban la multitud abigarrada en el parque, aunque no lograban divisar con exactitud las caras que buscaban, ni fuera ni dentro, en el bar lleno de clientes.

 El baile estaba en su mejor momento; la orquestación era insuperable, la gente vibraba con el tañer de la tumbadora, con el nítido y suave sonido del piano, de las trompetas, los saxofones, el trombón y las guitarras. Entre las parejas, Mario Santiago Vargas y María Rodríguez constituían el centro de la fiesta. 

Él enlazaba el fino talle de la amada, aprisionando con sus fuertes brazos el bello cuerpo de la mujer, próximo a ser suya el día de San Valentín, bajo el compromiso de amarla y respetarla hasta que la muerte los separe. 

Y ella se recostaba amorosa en su pecho, sintiéndose abrigada, protegida de la brisa que entraba al bar murmurando sobre su pelo. Sus labios cosquilleaban el oído derecho de Mario Santiago Vargas, que la sentía sensual, provocadora y coqueta; y le correspondía suavemente cada beso con otro suyo más vehemente, más dulce y ardiente en su garganta, en su boca, y en todo su cuerpo.

La pareja estuvo contenta; en algunos momentos sus labios se aproximaban sin tocarse, cuando de pronto, se rompió el silencio con la llegada de Manuel enceguecido por los celos y creando una planicie por donde la sangre rumorosa se convertiría en una nueva sinfonía de la muerte, como jamás imaginó Beethoven. 

No hubo palabras... ni narradores que pudieran describir un suceso súbito, insospechado, absurdo, que puso fin a la esperanza: tres disparos de escopeta dentro del Bar y frente a centenares de personas sorprendidas, que miraron dos cuerpos caer bañados en sangre, y al matador suicidado, convirtieron en añicos las promesas y las ilusiones de amor, calidez y ternura aquella noche. Un chaparrón de aguas celestiales mojó al instante la gente aglomerada, atónita y aturdida, y una comunidad angelical descendió del firmamento a ofrecer con su ensoñadora presencia, el testimonio más elocuente de condena a las bajas pasiones. 

La lluvia intensa limpió el bar cubierto de sangre, y cuneta abajo se desplazó, simbolizando la romería de todos los enamorados del mundo, bailoteando efusivos en una revuelta de falos colosales que ingresaron en las profundidades de la noche.
Así terminó el ceremonial pavoroso del ultraje en el drama donde se confrontan las criaturas de la pasión y el rencor contra la desobediencia endiablada del capricho, bajo la perversidad fisgona del gentío. Una abundancia de lluvia cayó sobre el pavimento; era el clamor de los santos convirtiendo en un lodazal el lugar consagrado para velar los difuntos cuyo trepidar en fidelidad disimulada permanecería latente en cada rincón del lugar. En la orfandad y la tristeza quedó una jovencita, aturdida y desamparada, sola con 16 años, víctima de la irracionalidad de su padre consumido por las bajas pasiones.


Aura Collado Rodríguez se mantuvo aletargada durante los nueve días de rezos encabezados por una vecindad que recitó repetidamente el Padre Nuestro. Su prima se encargó de velar por su salud quebrantada, porque a duras penas consumió alimentos, especialmente durante el servicio nocturno de galletas con queso y café. Y durante ese largo ceremonial, miró sin ver a los curiosos que concurrieron a la vela en aparente manifestación de duelo, pero aprovechando cada momento posible para llevar a cabo sin disimulo, diálogos soterrados y narraciones de cuentos e historias de humor que se hicieron al compás de los efectos provocados por los tragos de ron y otras bebidas espirituosas.

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