Con la muerte del actor a los 88 años se extingue la memoria de un cine europeo lleno de vitalidad que iba del arte y ensayo hasta el puro espectáculo de acción y aventura
No por esperada resulta menos triste y melancólica. La muerte de Alain Delon con 88 años, acompañado por su familia en la tranquilidad de su hogar de Douchy, pone punto final definitivo a una de las carreras más populares y personales al tiempo dentro del cine francés e internacional. Como su compañero de generación y fechorías Jean-Paul Belmondo, fallecido en 2021 exactamente a la misma edad, Delon era un símbolo de aquella larga época durante la cual el arte y la industria cinematográficos europeos fueron capaces no solo de dar réplica a Hollywood y a su sistema de grandes estudios y súper estrellas, sino de mantenerse en pie por sí solas arrastrando a los cines masas de espectadores entregados para, precisamente, ver en pantalla grande a ídolos del carisma, el atractivo y buen hacer de Alain Delon.
Nacido el ocho de noviembre de 1935, en el seno de una familia de la pequeña burguesía de origen corso y, según quiere la leyenda, emparentada con el mismísimo Napoleón, la infancia de Delon, con unos padres divorciados cuando apenas contaba cuatro años, fue un trajín de custodia compartida, hogar de acogida e internados católicos que iría labrando en él un carácter rebelde e inconformista. A los diecisiete años se alistó en la marina francesa. Destinado a Saigón, durante el final de la guerra de Indochina y tras varios incidentes problemáticos, como el robo de un jeep, acabó siendo expulsado de la Armada, pese a lo cual forjó allí su amor por las armas, la disciplina militar y el patriotismo, por paradójico que pueda parecer.
De nuevo en Francia en 1956, reniega de su familia y se busca la vida en los bajos fondos de París, entablando relación con proxenetas, chaperos, prostitutas, gigolós y matones de los barrios de Pigalle y Montmartre. En 1957, tiene la suerte de darse un garbeo por el Festival de Cannes junto a su pareja de entonces, la actriz Brigitte Auber, y allí, su rostro de belleza clásica y expresión engañosamente angelical le abre todas las puertas. Desde ese instante, se fragua el mito Alain Delon, donde se mezclan a partes desiguales realidad y ficción, tan difíciles de distinguir que la segunda resulta a menudo tan auténtica o más que la primera.
La mafia marsellesa
En 1960, Delon conquista Francia y el mundo. Con «A pleno sol» de René Clément, se convierte en el Ripley pluscuamperfecto soñado por Patricia Highsmith, iniciando su fecunda identificación con el género policial francés, el polar, del que se convertirá en epítome, contrapeso diabólicamente bello de los duros Belmondo y Lino Ventura. Con «Rocco y sus hermanos» de Visconti, comienza a su vez un fructífero romance con el cine de autor y qualité. Ya nada ni nadie puede pararle.
A lo largo de casi tres décadas, mientras se suceden sus romances con las más bellas actrices y estrellas, de Romy Schneider, el amor de su vida, a su última compañera, la modelo Rosalie van Breemen, pasando por Nico, Marisa Mell, Nathalie Barthélemy (es decir, Nathalie Delon, madre del también actor Anthony Delon), Ann-Margret, Dalida, Mireille Darc, Anne Parillaud o Lana Wood, entre otras, Delon se erige como ídolo de hombres y mujeres de todas las edades. Rodeado de escándalos y juicios, siempre relacionado con dudosas personalidades de la mafia marsellesa, es a la vez héroe y antihéroe del mejor cine francés y europeo con vocación internacional.
Al tiempo que sigue trabajando en filmes de prestigio con Visconti («El gatopardo», 1963), Antonioni («El eclipse», 1962), Anthony Asquith («El Rolls-Royce amarillo», 1964), Louis Malle («Historias extraordinarias», 1968), Jack Cardiff («La chica de la motocicleta», 1968), Granier-Deferre («La viuda Couderc», 1971), Joseph Losey («El asesinato de Trotsky», 1972; El otro Sr. Klein, 1976) o Volker Schlöndorf («El amor de Swann», 1984), se convierte en protagonista por excelencia del cine de Jean-Pierre Melville, encarnando sus trágicos antihéroes noir a un lado y otro de la ley en joyas como «El silencio de un hombre» (1967), «Círculo rojo» (1970) o «Crónica negra» (1972). Será el favorito de los grandes directores de polar, como Henri Verneuil («El clan de los sicilianos», 1969), Jacques Deray (Borsalino, 1970, junto a Belmondo; Flic Story, 1975) o José Giovanni («Dos hombres en la ciudad», 1973; «Alias el gitano», 1975).
Todo lo cual no le impide participar también en divertidas muestras del cine europeo más comercial, a menudo en coproducción. Aventuras de capa y espada: «El tulipán negro» (Christian-Jaque, 1964), «El zorro» (Duccio Tessari, 1975); wésterns: «Texas» (Michael Gordon, 1966), «Sol rojo» (Terence Young, 1971); bélico: «¿Arde París?» (René Clément, 1966), «Mando perdido» (Mark Robson, 1966); intriga internacional: «Scorpio» (Michael Winner, 1973), «Teherán 43» (Aleksandr Alov, Vladimir Naumov, 1981) e incluso el cine catástrofe de moda: «Aeropuerto ´80» (David Lowell Rich, 1979).
El declive de la industria francesa y europea no impide a Delon seguir aguantando el tipo a lo largo de los ochenta, aunque, al igual que le ocurre a Belmondo, a veces sus películas rozan un tanto ya la autoparodia, bordeando el ridículo. Finalmente, los dos viejos colegas y competidores, el guapo y el feo, el malo y el bueno, volverán a reunirse, cercanos nuevos siglo y milenio, en la simpática «Uno de dos» (Patrice Leconte, 1998), donde sus personajes de ficción se solapan intencionadamente con los personajes que ambos decidieron también interpretar en ese gran guiñol que llamamos vida.
Aunque casi no dejara de trabajar un solo año hasta sufrir un ataque cerebro-vascular en junio de 2019, que le llevó al hospital y del que no se recuperaría por completo, el siglo XXI ya no es ni puede ser el siglo de Alain Delon. Políticamente comprometido con la extrema derecha francesa, partidario declarado del Frente Nacional,acusado constantemente por algunas ex amantes de malos tratos y violencia de género, el fallecimiento de Delon ha despertado más comentarios despectivos sobre sus tendencias ideológicas, supuestas o reales relaciones con el hampa, comportamientos machistas y violentos, que sobre su intensa, maravillosa e inmensa carrera cinematográfica.
El hecho es que muchos de quienes hoy hablan (mal) de Delon posiblemente no han visto ni una tercera parte de sus películas. Y si las vieran, probablemente las descalificarían de inmediato por machistas, violentas, chauvinistas o fascistas, ignorando que muchas de ellas fueron realizadas por directores y guionistas de izquierdas, comunistas y progresistas. Con Alain Delon no solo muere una de las máximas figuras de la historia del cine francés, sino también un poco más y más rotundamente la memoria de un viejo cine europeo lleno de vitalidad, desde el arte y ensayo más comprometido hasta el puro espectáculo de acción y aventuras, pasando por géneros singulares como el polar o el eurowestern. El cine, hoy, es otra cosa. Algo que quizás también merecería, como varias veces pidiera Delon, que se le aplique piadosamente la eutanasia.
Tres novelas izquierdistas
Pocos recuerdan que Alain Delon fue guionista de algunos de sus filmes, llegando a dirigir varios. Pese a escorarse a la derecha, el paradójico Delon llevaría a la pantalla tres novelas de Jean-Patrick Manchette, el más izquierdista de los escritores de polar: «El derecho a matar» (Jacques Deray, 1980), «Por la piel de un policía» (1981) y «El Choque» (1982), estas dos últimas dirigidas por él mismo. También participaría como director en «Cerco de muerte» (1983) y como guionista en «La última esperanza» (José Giovanni, 1976), los filmes de José Pinheiro «Palabra de ley» (1985) y «No despertar a un policía que duerme» (1988), en «Trayecto mortal» (René Manzor, 1986), «Dancing machine» (Gilles Béhat, 1990) y «Un crime» (Jacques Deray, 1993). Títulos que no están quizá entre lo mejor de su carrera pero que, ojo, son hoy más que disfrutables.
Fuente La Razón
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