No obstante la rebeldía de Aura ante la exageración indolente de los hechos recientes ocurridos en la ciudad de Santiago, y su firme rechazo a la marginación social que sentía, fue inútil su esfuerzo por eludir el flujo de enredos en aquella comunidad rural anarquizada por la holganza y el chisme. Le había tocado ser parte de una sociedad que era el prototipo inequívoco de la fatuidad y la altivez, donde casi todos sus habitantes carecían de humildad, lo cual chocaba con el caudal inmenso de sencillez y modestia que habitaba en su interior. Con apenas 16 años había madurado de prisa en un tiempo de pesares, rehuyendo el esquinazo pérfido de alguna gente sin horizonte, apertrechándose de firmeza y habilidad para conquistar su sueño, y reasumiendo la conducción de su vida con serenidad y entusiasmo. De tal manera que en su interior se produjo un estallido de confianza, de recuperación de la iniciativa y el optimismo, despertando sus ojos con una llama encendida de esperanza, con su color verde asemejándose a un pozo de alegría y de ternura, despidiendo de sus pupilas la amargura y renovando el sentido de la vida, para ser finalmente una flamante rosa en primavera.
A su retorno a Villa María comenzó a tratar al profesor Juan Flores, un ilustre educador y pastor adventista nacido en el municipio de Sánchez, provincia de Samaná, a quien sólo conocía entonces por referencia de su madre, que había hablado con él brevemente en la ceremonia de su presentación a los funcionarios, profesores, alumnos y demás relacionados con la escuela, que llevó a cabo el director, licenciado Pedro López, en su primer día de trabajo, luego de su llegada al pueblo. Había oído expresarse a su madre con palabras de elogios sobre el avezado maestro que la había impresionado con sus finos modales y su apariencia bondadosa; pues decía sentirse agradecida por el gesto de cortesía que éste tuvo en su primer contacto con la escuela, regalándole a todos los presentes "El Camino a Cristo", el libro de inspiración divina más conocido después de la biblia, conteniendo los sueños proféticos y reconfortantes consejos de la escritora estadounidense Elena G. de White, considerado un éxito de librería.
De acuerdo a la percepción de la chica, la madre no se había equivocado cuando calificó al educador de ser humano íntegro y caballeroso. Esa cualidad también se la había mostrado desde que lo viera a su regreso de Santiago, siendo con ella afable y amigable, tendiéndole una mano solidaria cuando otros que conocía de toda una vida, les negaban una sonrisa, o un simple saludo. Gracias a él y al abogado Céspedes fue que pudo reanudar su empeño por lograr un puesto de maestra de primaria, aprovechando una visita sorpresiva a la región del ministro de Educación, quien estaría allí de paso, deteniéndose por unas horas en la casa del pastor Flores, a poca distancia de la hacienda, donde estaría siendo recibido por el director.
Nadie en el pueblo sabía de esa visita improvisada e inesperada del representante del gobierno. De haberse conocido a tiempo la noticia, ella se hubiera preparado convenientemente, contando con el apoyo de Céspedes, quien era un viejo amigo y cachanchán del funcionario desde su época de estudiante; pero por suerte, ese día se produjo la coincidencia de que ambos se enteraron de su llegada casi de manera simultánea. A él se lo informó el propio ministro, en un acto que traducía un manifiesto de afectividad hacia el amigo, sin sujeción a protocolo, ni a jerarquías sociales coyunturales. Y ella lo supo, en cambio, de una manera tan casual, que retumbaría en su memoria con nitidez y precisión toda su vida. Ese día se había desplazado -de modo inusual- desde su casa hasta el pueblo de Barrabás, situado a unos trescientos metros de distancia de la hacienda, pensando en proveerse de café y azúcar en la pulpería más cercana; vio su limusina azul pasar a su lado tocando bocina, pero no pudo reconocerlo porque el auto llevaba los cristales entintados y el polvo le impidió ver la numeración de la placa oficial. Al poco rato, pasaron a su lado dos vecinos del lugar, señalando uno de ellos en alta voz: "En ese flamante carro va el mismísimo ministro de Educación haciendo bulla".
Ante esa novedad, cruzó por su cabeza el recuerdo de las fracasadas diligencias hechas por el difunto Mario Santiago Vargas en el Ministerio de Educación, en la capital; y rápidamente, sin pensarlo mucho, dio marcha atrás; dejando inconclusa su gestión de compra y regresando a la hacienda, dándose allí un buen baño y poniéndose una ropa presentable para ir a buscar al licenciado Céspedes, primero; y luego al ministro, caminando entre los caseríos de pobres y los árboles de sombra a la orilla de la carretera, eludiendo el sol abrasante y el calor inevitable, hasta llegar donde éste estaba, en la casa que había alquilado el profesor Flores, quien al verlo llegar los proveyó de unas toallas limpias para que se secaran el sudor y se pusieran presentables. Ella agradeció la gentileza del pastor, recordando la observación de su madre sobre su afabilidad y reciedumbre; mas sería mucho tiempo después que se relacionarían y ella se familiarizaría con el "Espíritu de Profecía" y el santuario del cielo, que también les regaló, y que ha sido la obra cumbre de la señora De White, basada en la doctrina de la segunda venida de Jesucristo.
Ella jamás olvidaría aquella mañana anubarrada de ese verano, cuando vio al ministro de apellido Gil, que era un moreno pálido, de mediana estatura y traje gris impecable, ocupando un asiento en el centro de la estrecha sala de la casa de madera de palma del pastor Flores y conversando con varios de los presentes. Le satisfizo plenamente que cuando la vio llegar y sintió la presencia de Céspedes, el ministro dio un brinco en su silla, dirigiéndose hacia ellos con una ancha sonrisa en los labios, saludándola muy cortés, abriendo de par en par sus brazos, para darle un efusivo saludo a Céspedes, de quien dijo -para que todos oyeran- que era su amigo de antaño.
-¿Qué tal César? Tú me has abandonado –dijo el ministro.
-No lo creas, Pedro –respondió Céspedes.
-Dime, ¿en qué te puedo servir? –preguntó el ministro.
El abogado Céspedes volvió a abrazarlo con alegría; eran dos viejos amigos con largo tiempo sin verse, y no cesaban de darse apretones de manos, de reciprocarse simpatías y evocar antiguos recuerdos. Hubo aquí efusividad vibrante, alegría indescriptible, fogosidad, entusiasmo, de todo. Al cabo de unos minutos, entre recuerdo y recuerdo, el ministro miró sonriente de nuevo a la chica y ésta comenzó a exponer su sueño de maestra, su deseo de ser incorporada al magisterio, mientras el funcionario la escuchó sereno y tranquilo, pero asombrado de su verbosidad y elocuencia juvenil, así como de su excelente currículo. Al final, guardó en el bolsillo izquierdo del interior de su chaqueta, el acta de nacimiento y la certificación de bachiller que ella le entregó; y en un papel que le pasaron, anotó el número telefónico para localizarla; prometiéndole que sería recomendada para un puesto de profesora de primaria, obviando su condición de adolescente, ya que aún le faltaba un tiempo para la mayoría de edad.
Su designación sería una promesa relampagueante y fallida, imposible de materializar debido a la radical oposición de la Asociación de Padres y Amigos de la Escuela, que amenazó con el retiro masivo de los niños, en caso de concretarse; considerándola como una afrenta a la ética municipal, en virtud de la presumible trascendencia de los hechos conocidos de Santiago. Esa protesta llegó a la más alta instancia del poder, tumbando el visto bueno del ministro, dejando a la desdichada chica sin otra alternativa que olvidar ese sueño, dedicándose por un tiempo al trabajo doméstico de lavado y planchado de ropas, inclusive de muchas familias impugnantes. Se mantuvo unos meses aislada, en bajo perfil, hasta que llegó el día del cumpleaños de una de sus primas, con quien había compartido desde niña en la hacienda, siendo entonces ella su niñera, instructora y amiga considerada. Aprovechando esa circunstancia y necesitando un nuevo aire para escurrírsele a la tristeza y al aburrimiento, se preparó para irse a la sección de El Limón, recordando que la última vez que estuvo allí, fue cuando viajó con su abuelo, teniendo no más de ocho años de edad; de modo que sólo le quedaba un vago recuerdo, y sería reconfortante comenzar a conocer la familia, para renovar los afectos, insuflándole a su espíritu un poco de alegría y entusiasmo durante este evento de cumpleaños.
El día del agasajo había llegado y esperaba que esa fiesta fuese un festejo inolvidable. Se inició a las siete de la noche de un 19 de marzo y allí estaba ella, junto a la homenajeada, contemplándola asombrada, viéndola lucir como nunca: graciosa, radiante, reluciente, correctamente maquillada, rodeada de familiares y amigos, trasformada en el centro de atracción de un colmenar humano agolpado en la sala de baile, coreando la canción "El regalo mejor", del maestro Ramón Rafael Casado Soler, que la escribió preso en una de las ergástulas de la tiranía más cruel del Caribe: Celebro tu cumpleaños/tan pronto vi asomar el sol/ y en este día glorioso/ pido tu dicha al Señor/ porque lo he considerado/ como un regalo mejor/Toma un abrazo, que yo te doy/ con mucha sinceridad./ Toma mi abrazo, tu amigo soy/ y mucha felicidad. Y de inmediato, el "Happy Birthday", dando inicio formal a la fiesta.
Desde el principio de la noche hasta el filo de la madrugada, disfrutaron largas horas de rumba. Se bailó con dos orquestas, y todavía a las 3.00 de la mañana, gozaron frenéticamente los merengues de Johnny Ventura y su Combo Show, quienes amenizaron la celebración con su peculiar sonido, enloqueciendo a los concurrentes en cada set musical, con su variedad rítmica en los boleros y merengues, que fueron tarareados de manera entusiasta, sobre todo sus temas: "El baile del pingüino" y "El tabaco", los cuales danzaron y bailaron con electrizantes contorsiones corporales llenos de sensualidad y erotismo. Fue ahí, escuchando las melodías en las voces de Fausto Rey y Anthony Ríos, que eran los boleristas del combo; y bailando los encendidos merengues entonados por Luisito Martí y Johnny Ventura, que ella conoció al hombre que gravitaría en su vida hasta la hora de su muerte: Pitágoras Gómez y Martínez; edad: 27 años; oficio: comerciante de quincallería y objetos de fantasía; lugar de residencia: Los Hidalgos. Era joven atlético, de nariz aguileña, pelo castaño y ojos verdes.
Con la intensidad del crepúsculo bailaron sin parar; y no bien llegó la medianoche, cuando él la pilló de sorpresa y rozó sus labios con un beso suave, tratándola con retozona ternura. En su rostro se reflejó el ingenuo rubor de una chica capturada por la intensa atracción del caballero que la acompañaba, olvidando por unos instantes que le parecieron más dulces que la miel de caña, su agonía y su desconsuelo. Con el alba, se estableció un vínculo de afecto convertido luego en soporte de un sentimiento de amor maravilloso. Esa madrugada él le dijo: "Para ti mi beso ha sido sorpresivo, pero vibramos de emoción y ternura. No tengas duda de que esto es una muestra clara de que verdaderamente existe el amor repentino, el denominado flechazo. Como dice un proverbio: el amor, o llega rápido o no llega nunca".
Ella asintió y corrigió al mismo tiempo: "No conozco dicho proverbio, jamás lo había oído, pero me gusta". Anexándole como complemento otro proverbio, de origen africano: "Si quieres llegar rápido camina solo, si quieres llegar lejos camina con otros". Y añadiendo: "Yo quiero caminar contigo". Durante un par de meses se vieron diariamente. Aura había roto su cautiverio, decidida a darle el frente al desprecio grotesco de quienes sin derecho ni razón se habían convertido en sus censores morales, pretendiendo avasallarla y sumirla en un obsesivo entretenimiento en su refugio materno. Volvió al ámbito social de brazos del joven Pitágoras Gómez y Martínez, con el animado consentimiento de la madre, Luisa Martínez Cruz y de su hermana Miriam, a quienes conoció en la casa de éste, en Los Hidalgos, localidad norteña.
Esa casa era una edificación costosa, de fachada al estilo victoriano, de indudable superioridad arquitectónica, lo cual daba una clara idea del buen gusto burgués de aquella familia, cuya cabeza fue el extinto cacaotero norteño, Pitágoras Antonio Gómez Martínez, quien consolidó su posición social tras el enlace matrimonial con su prima Luisa. La vivienda era una, de las pocas del lugar, que tenía dos salones para recreación en ajedrez, dominó y tenis de mesa, y también una antigua piscina terapéutica, con un sistema de luces subacuáticas y aplicaciones hidroterápicas para los baños medicinales del esposo enfermo mediante hidropulsores para masajear y tonificar sus piernas y sus pies, permitiéndole relajar sus músculos, las articulaciones de su columna vertebral, sus caderas, rodillos y tobillos, aliviando claramente su reumatismo crónico.
Desde que se vieron, Luisa y Aura simpatizaron. Aura no se asustó por el hecho de que su futura suegra ofreciera la impresión de ser una cascarrabias, poco sociable, y de que turbara y sobresaltara su hablar un tanto libertino y su timbre vocinglero; pues Aura captó desde un principio que pese a su verbo mordaz e incisivo, la señora era en realidad una masa de pan, una persona agradable, como habría de comprobarlo con el tiempo.
-Estoy muy contenta de conocerte, chiquilla. Mi hijo debe de quererte mucho, porque se nota muy entusiasmado, lo siento como nunca lo había visto.
Ella le respondió: "Me agrada, señora. Creo que es usted como una piedra preciosa que sabré valorar.
-Bienvenida sea a esa familia -dijo Luisa.
La relación de Aura con el joven comerciante fue la comidilla pública. No fueron pocos los que se mostraron asombrados, boquiabiertos, porque a poco de conocerla, hiciera público su voluntad de casarse, como en efectivo lo hizo días después, en unas bodas que fueron realizadas con inusitada premura en una oficialía civil de la región. Desde el día de las nupcias, moraron en la residencia de doña Luisa, mientras que a la hacienda, luego de un cierre temporal, se le designó un administrador, a iniciativa del flamante marido, y con el concurso diligente de la oficina de abogados de César Céspedes, que sugirió el nombre del perito agrónomo Milton Martínez, que fue aceptado con beneplácito, porque amén de serio, era parte de la familia, por ser sobrino lejano de la señora Luisa.
Desde entonces, el agrónomo Milton se dedicó a estudiar el suelo, reconociendo la calidad de la tierra que medio siglo atrás estuvo destinada a la siembra de caña de azúcar y algodón. Apreció que no requeriría amplios recursos para restaurarla y que podía lograr un cambio tangible aplicándole algunas técnicas agrícolas para ponerla en condiciones de ser una excelente productora de cítricos, piñas y lechosas, y con el apoyo de la propietaria, decidió invertir en el montaje de una estructura de invernadero, pensando que este proyecto era lo mejor para una producción masiva y barata de los rubros señalados, contando con el apoyo entusiasta de su esposa Martha y sus hijos adolescentes, los mellizos Alfredo y Andrés.
Fue su mujer el primer ser viviente que le preguntó qué tipo de conservatorio agrícola pensaba instalar y fue a ésta que le confió: "Será una estructura de dos invernaderos tropicalizados, con sistema de riego, ventilación y drenaje para cultivar hortalizas, melones, tomates, berenjenas, lechugas, pepinos y flores". El agrónomo montó los invernaderos en una nave de 500 metros cuadrados, con un galpón operado por hidroponía para cultivar todo el año, y sobre esta base, diseñó y ejecutó un plan de rescate de la tierra, con la sumada suerte de una provechosa temporada de lluvia durante la primavera, que propició una buena cosecha; y de otro lado, en las áreas conexas, favoreció además el rápido crecimiento de muchísimas matas de guayabos, hicacos y mangos, así como de esbeltos cocoteros con penachos de grandes palmas.
Martha se encargó de los asuntos domésticos de la hacienda y asumió también el control de la restauración de la jardinería y la flora, regándole agua en la mañana a las raíces de los árboles, las hojas y la diversidad de flores y rosas sembradas. Muy pronto el jardín se llenó de bellas orquídeas, nardos y claveles, y las mariposas con su belleza y su canto llegaron de toda parte del mundo, encontrando en sus pétalos un motivo de regocijo comparable al éxtasis que sentían los vecinos al pasar por los alrededores, palpando el mundo mágico y la emanación de un perfume embriagador sin par en todo el área.
Por igual, se ocupó de la colocación de un palomar con capacidad para refugiar un centenar de palomas y pichones y de su ubicación ordenada en varios nidos sobre los árboles, que albergaron además pájaros carpinteros, rolas y tórtolas cotizadas, para contrarrestar la persecución de los cazadores con tirapiedras, cuando éstos se introducían clandestinamente en la parcela, trocándose en el dolor de cabeza de los mellizos Alfredo y Andrés, de 15 y 13 años, quienes no sólo se encargaron de ser celosos guardianes de los predios sembrados, sino y sobre todo, cuidadores de perdices, pajuiles, garzas y otras aves.
Los mellizos, con inigualable esmero, protegieron también a los lagartos, que eran muy buenos aliados del género humano y vegetal, según les decía su padre; pero así como resguardaron a este tipo de reptiles, con esa misma intensidad supieron cuidar las lechuzas, las ranas, los sapos y las diversas especies que aumentaron el encanto de la llanura del lugar, y sólo los insectos fueron objeto de su exterminio, de tal suerte que se distinguieron como excelentes cazadores de moscas y mosquitos.
La sabiduría y la buena fe del agrónomo Milton Martínez, mas su dedicación al desarrollo agropecuario, se manifestaron en la pronta obtención de una copiosa cosecha de tomates y de melones, de berenjenas, pepinos y lechugas, así como en la compra de las primeras reses de engorde para el mercado interior; y así surgió la base de sustentación económica de varios de los negocios de los esposos Gómez Collado, establecidos en Los Hidalgos y en otros puntos de la zona metropolitana, los cuales estuvieron en manos de Milton Martínez y de cuantos regentes se sumaron al poderoso consorcio agropecuario, escogidos por sus credenciales profesionales o por su reputación de personas serias y honradas. La bonanza les cayó "como anillo al dedo". Poco a poco, en la medida que mejoró su condición económica, también mejoró su condición social, sus relaciones públicas, su vínculo con el entorno; y la sumatoria de nuevos amigos, trajo por ende, un cambio auspicioso en el trato con el vecindario, desapareciendo de manera notoria los antiguos chismes de Villa María, donde fueron vencidas las objeciones iniciales que tuvo Aura y comenzó a ser considerada como una hada madrina, o una especie de matrona de la comunidad, objeto de respeto y admiración, de comprensión y tolerancia.
Los hermanos Gómez Martínez nacieron en el municipio de los Hidalgos, un vergel encantado donde abundaba el café y el cacao, con un significativo desarrollo socioeconómico; un pueblo pequeño, donde las principales familias -productores y exportadores-, progresaron por la bonanza de aquella tierra, poseyendo buenas residencias y bienes; aunque su parentela, había sido una prole sin grandes pertenencias materiales, pero con mucha simpatía y apoyo de la gente adinerada, que la trató siempre a su nivel. No eran unos jodidos, contaron de herencia con dos hectáreas de tierra y un comercio de quincallería, donde Aura había decidido invertir los recursos logrados con la venta de la producción agropecuaria de su hacienda para instaurar una tienda de novedades que manejaría con el aliento y el sostén de su suegra y de sus cuñadas.
El arduo trabajo de los esposos Gómez-Collado marcó su ascenso social y económico. A los dos años de casados ya habían comprado tres amplios solares, donde edificaron dos apartamentos; uno en la ciudad, y otro, en un área turística con acceso al mar. Pitágoras Gómez y Martínez y Aura Collado y Rodríguez vivieron en un estadio de placidez y ternura, gozando la función del amor con emociones sentidas en un mundo mágico fundado por sentimientos y pasiones en su diario vivir.
Aura había contado entre sus escasos amigos, diversas anécdotas de reminiscencias asombrosas: Que todas las madrugadas iba con su marido al río, situado detrás de la casa, agitados de emociones, disfrutando debajo de los álamos de la frescura del agua que con lento fluído rozaba sus cuerpos desnudos. Y evocaba que al término de sus labores diarias, en la tardecita, también se sentaban en el patio, debajo una mata de mangos de color anaranjado, poblada de hojas verdiamarillentas de fuerte textura, de muy agradable olor difundido por sus racimos colgantes, a contemplar -en ese estado de mansedad y calma- la ida de la luz del sol y la puesta de las primeras estrellas en el lejano horizonte, en la época en que no germinaba de la lluvia su maravillosa penumbra. Contaba asimismo, que en las madrugadas y atardeceres, la vivencia en el pueblo de Los Hidalgos era para los enamorados como la experimentación de una sensación de vértigo indescriptible; era como sentir un soplo de pasiones estimulando las caricias, conmocionando el corazón con la sentida reincidencia de besos silenciosos, liados al fuego ardiente, al gozo sin disimulo y a la exhalación onírica en los corazones y espíritus revueltos.
En ese mundo poético, doña Luisa se sentía una extraña, acogiéndose con turbación y desconcierto a las manifestaciones desmesuradas de pasión conyugal; y por el amor de su hijo y la expresa simpatía de su yerna, disimuló cuanto pudo su irritación, reprimiéndose el pensamiento y el interior de su pecho, donde habitaba el enojo pugnando desbordarse en lágrimas por vía de sus ojos. Había enmudecido, quedando en completo silencio en los últimos tiempos, recelando del acaparamiento de su vástago, por parte de Aura, y resistiéndose a creer que aquello fuese amor. No quedándole una opción que huir de ese desagradable escenario amatorio, que impedía poder compartir con su vástago como hubiera querido, le pidió consejos a su hija sobre el qué hacer inmediato, consciente de que no era prudente una queja, o formulación de una crítica, toda vez que tanto Pitágoras como Aura habían cumplido siempre sus obligaciones matrimoniales, sus deberes familiares, prodigándole incluso atención especial al bienestar suyo y de su hija. La recomendación de Miriam, una chica en apariencia sensata y ecuánime, fue que tuviera paciencia y tolerancia; pidiéndole encarecidamente no contrariar la relación marital, frenándose el ímpetu y cualquier deseo de entrometerse en los asuntos que no eran suyos, sino de una pareja que demostraba estar satisfecha y feliz.
Luisa pensó mucho lo que más convenía en el momento, convenciéndose, tras un análisis interior, de que lo mejor para todos era que se tomara unas vacaciones lejos de aquel ambiente, encontrando pronto una excusa en la necesidad de viajar a Santo Domingo a asistir una hermana que había hospitalizada por un quebranto de apendicitis; y esa travesía originalmente transitoria, se extendería durante 15 años, ausentándola de grandes acontecimientos sucesivos, como sería la prolongación familiar.
A poco de la ida de Luisa, Aura fue embarazada, enterándose el mundo que llevaba en su vientre una criatura surgida de la pasión y el amor. Fue una preñez dificultosa, con frecuentes malestares que hicieron temer que se malograra la criatura. El médico informó al marido de los riesgos que corrían tanto ella como la criatura, aconsejándole someterse a un reposo intensivo y prolongado, bajo la supervisión médica constante y con una enfermera permanente a su servicio, dedicada a su exclusivo cuidado. Después de escuchar el diagnóstico clínico, el marido cumplió las indicaciones sugeridas, confiando además a su hermana Miriam el cuidado de Aura durante los meses que faltaban para el alumbramiento, con lo cual se haría efectivo el descanso, agregando para mayor seguridad su traslado a la hacienda de Villa María, donde fue recibida con manifiesto agrado y todos sus habitantes se pusieron a su servicio. En breve tiempo se advirtió una sorprendente mejoría en el estado de salud de Aura Collado, que comenzó a sentir apetito, comiendo muchas frutas, tomando abundante leche, alimentándose pensando en su bebé. No obstante el cambio operado, ni ella ni su médico pudieron evitar que se adelantara la hora del nacimiento de una niña de cuatro libras y media de peso, que recibió el nombre de Charo. La sietemesina fue retenida en incubadora durante tres días y luego pasó a los brazos de su madre y de su tía Miriam quien se jactaría siempre en haber sido la primera persona en cargarla con fervor, mecerla con alegría y posarla en sus hombros con animación y regocijo, considerándola como a su propia hija. Crecería con un gran parecido a su padre, aunque sus ojos eran más azulados y sus cabellos suaves y brillantes como el color dorado del maíz. Era fruto del fuego y la ternura de dos seres que vivían fundamentalmente para quererse.
Charo tenía un encanto especial. Era la primogénita de Aura, pero de igual manera la primera nieta de Luisa Martínez y primera sobrina de Miriam. A juicio de todos, llegó al mundo para ampliar y consolidar la unidad familiar. Durante su crecimiento, su tía Miriam desarrolló un cambio radical en su trato social y en su conducta familiar, pues su vocación materna sería la clave para la interrupción del recurrente accionar sexual que la empequeñecía. Y, regenerando su persona, serenó sus hábitos, creó una conciencia de vida, una renovación interior, mediante lo cual sepultó sus bajas pasiones. Su madre Luisa Martínez acogió con agrado su transformación, otorgándole un voto de confianza y manifestándole su deseo de que prosiguiera, sin desvío, el carril del recato y la moderación
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