Por Farid Kury
A mediados de abril de 1876 Hostos sale de República Dominicana hacia Nueva York, y en noviembre ya está en Venezuela. Lo que lo motiva a moverse de un lado a otro es la causa de Puerto Rico, que no admite cansancio ni precariedades económicas. Pese a la distancia y a las limitadas comunicaciones, mantiene con Luperón algún nivel de contacto.
En Venezuela conoce del «la Paz de Zanjón» de 1878 que pone fin, por el momento, a la revolución cubana, iniciada diez años atrás con el Grito de Lares. Dudando de la noticia, que lo consterna, se dirige a Luperón, entonces desterrado en Saint Thomas, inquiriendo su veracidad. Confirmada la noticia, que él ve muy perjudicial para Cuba y Puerto Rico, su alma queda perturbada.
Desalentado, piensa en Santo Domingo. En su diario anota: «Santo Domungo lo reúne todo para mí…». Su corazón lo llama a volver a Santo Domingo. En marzo de 1879, justo tres años desde su partida, pisa tierra dominicana. En el poder no está su amigo Luperón, sino Cesáreo Guillermo, un hombre ambicioso que no tiene nivel ni interés por comprender la lucha de Hostos. Pero de pronto todo cambia. Los acontecimientos evolucionan de forma tal que el general Guillermo es derrocado y su lugar es ocupado, de manera provisional, por Gregorio Luperón, su ilustre amigo.
Es una buena noticia para Hostos y sus planes. Tiene en mente la creación de la Escuela Normal de Santo Domingo, y a pocas semanas de Luperón estar en el poder se hace realidad el proyecto. La Escuela Normal abre sus puertas. Un faro de luz se abre en Santo Domingo para formar educadores y hombres de bien. La gloria es para Hostos, pero también es para Luperón. La gloria es para ambos, que cada día se hermanan más por la afinidad de sus ideas y por el amor a la libertad.
El respaldo de Luperón a la Escuela es fuerte. Su corazón entero es para Hostos. Luperón es de los hombres que no se devuelven. El cree en Hostos y en los fundamentos del proyecto. Pero al año, Luperón cede el poder al Arzobispo Fernando Arturo de Meriño, uno de los suyos. El ascenso de Meriño, sin embargo, activa a varias personas influyentes, sobre todo ligadas al clero, contra Hostos y la Escuela. Entre éstos, el más activo es el padre Francisco Billini. El propio presidente Meriño es también contrario a la Escuela, que la ve opuesta a la religión. Enterado Luperón, desde Puerto Plata se pronuncia en apoyo de Hostos. Le escribe una carta y entre otras cosas, y sin ambajes le dice: «Ojalá que usted, cansado de la guerra que ahí le hacen los enemigos del verdadero progreso, obreros del oscurantismo y del retroceso, se viniese para acá, donde hay tanta buena voluntad para con usted y donde de veras se le estima y distingue. Usted, naturalista social, estará ya fastidiado de tantos reptiles; pues bien, no dudo de que pronto tendremos la satisfacción de verle entre nosotros y usted la de verse fuera de tanta podredumbre… Si ahí en la capital, no lo comprenden así, culpense ellos por incapaces de conocer la verdad, por temeriarmente capaces de vestir el error con los atributos de la razón. Puede ser que aquí haya errores, pero si le aseguro que no hay temeridad. Aquí hay lo que falta allí: buena intención y amor a la verdad…».
Hostos agradece el gesto de Luperón en lo más hondo de su alma, pero se queda en la capital. La Escuela es su vida y a ella está consagrado. Pero la Escuela iba a confrontar muchos problemas. En el poder ya está Ulises Heureaux, que está camino a establecer una dictadura cruel. Los planes de Lilís son contrarios a los de Hostos. Pero, crecido en astucia, Lilís le simula amistad, sin dejar de tomar partido en favor de los enemigos de Hostos. De hecho, metido en su proyecto dictatorial, es adverso a eso de formar ciudadanos libres y racionales. También recela de Hostos por su amistad con Luperón.
Sinuoso, Lilís no enfrenta directamente a Hostos, pero lo ahoga económicamente. No dispone de recursos para la escuela y ni siquiera le pagan su salario. La situación de Hostos es calamitosa. Asfixiado, ahogado, contra sus deseos, decide abandonar a Quisqueya que tanto ama. La dictadura de Lilís está sólida, y Hostos no tiene oxígeno para vivir en ella. No hay cabidas para él como luchador por la libertad ni para sus ideas como educador.
Sale hacia Chile. Poco después Luperón también sale al destierro. Otra vez al destierro. Y Lilís, el otrora restaurador y solidario con la causa cubana y boricua, convertido ahora en dictador, está feliz y satisfecho. Ha vencido. Los ha vencido a ambos, a Luperón de manera directa, y a Hostos de manera indirecta.
Desde Chile Hostos sigue los acontecimientos de República Dominicana, y en diferentes ocasiones le escribe a su amigo. Pero Luperón está en Saint Thomas en condiciones deplorables. Con poco apoyo, enfermo de un cáncer en la garganta y sin recursos económicos. No hay nada más terrible que la enfermedad conbinada con la pobreza y la vejez, y Luperón padece de las tres.
En diciembre de 1896 es traído al país a morir. El prócer no quiere ninguna otra cosa que no sea terminar sus días en su Puerto Plata, y rodeado de su esposa, sus hijos y amigos. Se prepara para morir como un centauro. El 21 de mayo cierra para siempre sus ojos. Es el momento del eterno descanso del guerrero. Puerto Plata está de duelo cerrado. Todo el pueblo lo despide como a un hijo querido y amado.
Hostos recibe la noticia en Chile. No fue una sorpresa para su corazón que se llena de tristeza y angustia. Se refugia en su bella prosa, que en el dolor es más bella. Solo puede deshagorse escribiendo, para él y para los diarios. La muerte del amigo y hermano arrancan del alma del Maestro conmovedoras palabras. «Nunca, al decir de Emilio Rodríguez Demorizi, pareció el Maestro más íntimamente adolorido».
Solo seis años sobrevivió El Maestro al soldado. Hermanados por las ideas, la historia y el amor por la libertad, se fueron uno tras el otro. Hoy sus cuerpos están, ambos, en Quisqueya, la tierra que amaron, y que los vio juntar la luz y la espada. ¡Que fuerza tan bella y poderosa produce la alianza entre la honestidad y la libertad!
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