(Tercer relato de "Refugio en la Cumbre")
Por Sebastian Del Pilar Sanchez
Aura Collado era la nieta de Luis Rodríguez, un pequeño propietario o
campesino afortunado que compró la tierra de Villa María para resguardar el
futuro de su hija María Rodríguez, que había sido engendrada en una contrariada
y ocasional relación con una inmigrante haitiana que vivió varios años con un
estatus migratorio ilegal en la sección El Limón del municipio santiaguero de
Villa González; la cual -evitando ser repatriada- regresó al territorio de
Haití, dejándole la custodia de la recién nacida, hasta tanto pudiese
regularizar su estatus con un visado de residencia.
El viejo agricultor tendría
entonces unos 73 años y había enviudado mucho tiempo atrás, siendo un hombre
solitario que convirtió a su pequeña María en la razón de su vida, ocupándose
de criarla y educarla, mientras cultivaba y hacía prosperar una tierra que
había sido del ingenio Amistad, adquirida por él en una subasta del Banco
Central, durante el proceso de privatización de bienes de la industria del
azúcar, realizado por la corporación azucarera dizque para estimular la
iniciativa y la inversión privada nacional y extranjera.
Luis Rodríguez se ocupó de la instrucción de su hija y
escogió a una prima suya para que la supervisara y monitoreara en los asuntos
domésticos y escolares, manteniéndole una estrecha y cuidadosa vigilancia,
porque era una adolescente impetuosa, con sus hormonas revueltas, que fue
creciendo con desbordante coquetería y exacerbado pudor, convirtiéndose desde
los 14 años en una chica muy apetecida entre los hombres de la región por su
belleza mulata y por el impulso travieso de una sonrisa magnética que mantenía
siempre delineada en sus labios, la cual le fluía de manera espontánea al
saludar, poniendo de relieve su inmenso carisma y encanto juvenil.
Desde su
nacimiento, el agricultor se esforzó en mejorar sus ingresos y en hacer ahorros
sustanciosos para garantizarle calidad de vida y un futuro mejor; redoblando
por ello la acción agrícola, con una grandiosa cosecha de flores y cítricos en
cada verano, que alentaba con su devoción cristiana y con un culto quincenal a
la efigie de San Antonio, el santo católico que era su intercesor para
conseguirle a su hija un marido amoroso y productivo; fallando en cierto modo
en el intento, por la inestabilidad de la chica que desde la adolescencia más
remota tuvo amores breves y erráticos, entregándose finalmente a un desconocido
suyo, que jamás había oído mencionar, originándole una profunda decepción
porque tronchó su deseo de casarla con la bendición sacerdotal.
María Rodríguez huyó del hogar con un joven de San
José de Las Matas, que dijo llamarse Manuel de Jesús Collado de la Torre, sin
una orientación clara de hacia dónde iba ni de qué viviría, teniendo que
regresar a la hacienda más pronto de lo planeado, llevando consigo a su marido;
esto fue un día en que su padre estaba en lo alto de la colina, cabalgando un
mulo de faena diaria, tras recorrer palmo a palmo la hacienda, supervisando una
cosecha de naranjas, cuando su sobrina lo fue a buscar para darle la noticia de
que la chica había regresado.
“¡Cómo! ¿Regresó? Estoy cansado de las insensateces de
María. Dile que se vaya. Es una ingrata, desvergonzada.
No quiero verla ni
escuchar pamplinas”, le dijo.
Luis Rodríguez estaba airado, tremolando en su ánimo
la ponzoña de un profundo pesar ocasionado por la actuación desafortunada de su
hija. Su relación marital era para él una burla al recato que debía mostrar una
chica de una familia con vergüenza.
Y atrapado por ese confuso sentimiento, por
primera vez en su vida rechazó a la hija amada. Su sobrina temblorosa por el
asombro y el miedo que originaba su resabio, tartamudeó mientras le explicaba
que la pareja había llegado para quedarse, pues traía consigo dos maletas que
ella entró en la antigua habitación de María.
El viejo dejó sin concluir su
tarea de cada mañana, regresó de prisa a la casa encontrándose con el
desagradable espectáculo de ver en su sala a un forastero sentado en una
butaca, cargando en sus piernas a María, quien abanicaba su rostro con un
pedazo de cartón.
No pudiendo contener su enojo y con ganas de golpearla, se le
acercó y le soltó una fuerte cachetada en su mejilla izquierda, mientras le
agarraba el cuello al desconocido que tronchó su ilusión de verla casada como
Dios manda, apretándolo con furia descomunal, casi impropia de su edad.
El viejo espetó ásperas palabras de disgusto por la
presencia de ambos y les advirtió que sólo muerto podía permitir que el
mundanal se asentara en sus predios, voceando a viva voz, amenazando con
matarlos a fuerza de cartuchos de escopeta, si se empeñaban en permanecer allí;
haciéndoles saber que no le temblaría el pulso si tuviese que disparar su arma
de fuego contra quien fuere, porque no iba a tolerar una tomadura de pelo.
Así
se expresó, aunque en el fondo, el viejo sentía una melancolía aprisionando su
corazón, pues su hija era todo para él. No había nada más importante. Era un
hombre viudo y prácticamente solo, consciente de que en cualquier momento su
única compañía -que era su sobrina-, terminaría marchándose de esas tierras
para irse a la casa de su madre, donde les esperaban ella y un fracatán de
hermanos.
El joven Manuel de Jesús Collado de la Torre y su
mujer, optaron por marcharse sin rechistar por el mismo camino que llegaron a
Villa María, regresando con su arrogancia reducida y su moral arrollada por la
firme actitud del anciano, que había marcado al joven marido con el mote de
ocioso, al no conocérsele profesión ni oficio.
El rostro de su hija era un
manifiesto de contrariedad y sorpresa, había subestimado a su padre confiada en
su ternura y tolerancia, considerándose ser la única persona que podía doblegar
su carácter sólido como el acero.
-Lamento que no confíe en mi –le dijo al despedirse.
Pasaron diez meses sin comunicación directa pero el
padre estuvo atento a lo que sucedía en la comunidad de Quebrada Honda, a cinco
kilómetros de distancia de su hacienda, donde María se había ido a vivir con su
marido, experimentando allí apuros económicos inimaginables, enflaqueciendo
peligrosamente, faltándole “las tres calientes”, ya que en su nuevo hogar no
había de nada; apenas estaban comiendo con dificultad una vez al día, y dormían
en un estrecho dormitorio de una casa alquilada por un familiar, donde sólo
había espacio para su cama y sus maletas. Su marido no tenía trabajo, llevando
demasiado tiempo desocupado y con el espíritu abatido, enclaustrado en aquella
habitación.
En ese estado de pobreza jamás padecido, María Rodríguez fue
preñada; subsistiendo en condición espantosa los dos primeros meses de su
embarazo, perdiendo peso vertiginosamente por la falta de apetito y la anemia
que puso en riesgo su vida y la de la criatura que estaba en su vientre.
Al
enterarse, Luis Rodríguez sintió un vértigo de angustia, sabiéndola encinta y
en grave situación de peligro; y en demostración elocuente de su afecto,
arremansado en su corazón, viajó a Quebrada Honda en su búsqueda;
transportándola a la finca e instalándola en la cómoda pieza principal, con
todo y marido.
Rápidamente, el médico de la zona, conocido como el
doctor Mendoza, se encargó de la chica, visitándola diariamente, poniéndole
suero, inyecciones de vitaminas B, y obligándole a tragar un jarabe
desagradable pero reconstituyente, para que recuperase el apetito. Y así esa
chiquilla frágil y alicaída se preparó físicamente para soportar los rigores de
la maternidad con entereza y calma.
Una mañana de abril, dos meses después,
llegó al mundo una linda bebé que recibió el nombre bautismal de Aura Collado
Rodríguez, que vendría a ser la rosa más preciada del jardín, con el destino
marcado de convertirse con los años en una mujer poderosa.
El nacimiento de Aura Collado Rodríguez fue la alegría
de la Villa. El viejo arreció la labor en el campo levantándose cada madrugada
de lunes a viernes a ordeñar sus dos vacas de pura raza, cuyo alimento fue
durante un tiempo exclusivo de la madre y la recién nacida, por el agotamiento
prematuro de la leche materna.
María Rodríguez y su prima fijaron su atención
en mantener los pañales limpios y planchados y en bordar sus ropas y zapatos, y
Manuel de Jesús Collado comenzó a trabajar en la hacienda, dándole una mano al
viejo, levantando las cercas, limpiando los equipos, sembrando las semillas,
recogiendo los frutos y en el ordeño diario.
También inició la costumbre de
regar la jardinería y los árboles cercanos a la casa. La joven pareja comenzó a
vivir un tiempo de tranquilidad absoluta desde el nacimiento de Aura en el
antiguo caserón, al pie del cerro de la hacienda, próximo a la polvorienta
carretera.
Allí solo el viejo estaba inquieto. Tenía 75 años
cuando nació Aura y comenzó a preocuparse por darle a la hacienda un manejo
productivo. Sin embargo, también le intranquilizaba el haberse enterado de que
su yerno tenía una vocación secreta por el juego, asaltándole la duda sobre el
destino de la propiedad si cayera en sus manos, ya que pudiera perderse en una
apuesta gallística, o en una hipoteca innecesaria. Comprendió entonces que
sería un grave error dejar sus predios al azar, al mando de una administración
arriesgada, y con esa premonición fija en su pensamiento, quiso poner todo en
orden, por si acaso algo pudiera ocurrirle.
Y una mañana viajó a Barrabás,
sección cercana a sus predios, donde el abogado César Céspedes, con quien hizo
los arreglos pertinentes para que a su muerte la hacienda pasara a ser
propiedad de su nieta, con el derecho de su madre a ejercer una administración
compartida con éste, hasta que la chica cumpliera los 18 años.
“La tierra y los
bienes de Villa María son intransferibles y sólo se podrán vender o subastar
cuando Aura Collado Rodríguez cumpla la mayoría de edad. Hasta entonces serán
administrados de modo compartido por María Rodríguez y el abogado notario”,
indicó don Luis en el acto notarial registrado por el licenciado César
Céspedes.
Aura fue creciendo bajo el cuidado de sus padres y su
abuelo; asistió a la escuela a los 3 años de edad, sobresaliendo por su
asombrosa capacidad para el aprendizaje. A los cinco años, memorizaba casi
todas las capitales y las principales ciudades de los países de los cinco
continentes, revelando discernimiento en torno a la Atlántida y sus leyendas, y
sus compañeritos de escuela decían que ella era una enciclopedia verbal,
recitando los nombres de las aves, de los peces, de los animales mamíferos, de
los insectos, y de cada partecita del cuerpo humano.
Amaba la pintura y en su
adolescencia aprendió a dibujar veleros y bodegones, haciéndolo con una
profesionalidad impecable. Conoció asimismo los cuentos clásicos más famosos
del mundo, pasando horas enteras declamándolos como poesía en la escuela, o
ante su abuelo. Sentía predilección por los relatos árabes “Las mil y una
noches” y “Alí Babá y sus cuarenta ladrones”, así como por el famoso “El Gato
con Botas”.
A los cinco años, Aura distinguió la música clásica de la popular;
y según su abuelo, a esa edad también era sensible a la Quinta Sinfonía de
Beethoven, la cual aprendió a silbar de memoria frente al televisor cada tarde,
viendo sus programas favoritos de muñequitos animados, después de realizar sus
tareas escolares. Y a los 13 años ya era bachiller, siendo su abuelo el padrino
de su graduación. Pero su vida de alegría varió drásticamente cuando ocurrió su
muerte, que recordaría cada día por venir.
Entonces su prima fue la última persona en verlo con
vida y la primera en ver su cadáver. Lo encontró muerto debajo de una mata de
mango, tirado en el suelo boca arriba, con una mano escarbando en el bolsillo
de su camisa…había sido víctima de un ataque al corazón.
La chica sufrió desde
entonces de continuas pesadillas, soñando que don Luis la invitaba a subir a
una nave gigantesca llena de gatos y caballos dorados levitando dentro de un
arcoíris de fuego.
Era un sueño aterrador y fijo, que estaría repitiendo noche
por noche, hasta cinco días después del entierro, cuando una vieja curandera
del Sur, que María buscó en la sección El Limón, comenzó un ensalmo curativo
dentro del gran espectáculo ritual con invocaciones a la Virgen de los
Milagros, en que se convirtió el velatorio.
A la semana del novenario, el doctor César Céspedes,
abogado de Villa María, informó a la familia Collado Rodríguez que por
disposición de su cliente fenecido, según dejó constar en un acto notarial, la
jovencita Aura Collado Rodríguez había sido convertida en heredera absoluta de
su hacienda y de sus bienes; decisión que la madre aceptó complacida ya que su
única ambición era la felicidad de la chica, su educación y su comodidad.
El
marido, en cambio, reaccionó con enojo; reprochando la falta de confianza de su
extinto suegro, y manifestando frente a su mujer el desaliento que sentía al no
poder disponer de esas tierras cuya venta lo hubiese puesto, junto a su
familia, camino a la ciudad en busca de un destino mejor.
Con la desaparición del anciano, todo en la hacienda
comenzó a complicarse. Manuel de Jesús Collado de la Torre continuaba
inconforme, irascible, amurallado de intolerancia, emitiendo insultos y
atropellos a su mujer y su hija, cautivo de celos sin fundamento que originaban
conflictos y amenazas, hasta que fueron cada vez mayores y la relación marital
se convirtió en un tormento irresistible, cediendo paso al rompimiento
definitivo, a pocos meses del fallecimiento de Luis Rodríguez.
Abandonó la
hacienda y a su mujer, y en cierto modo también sus obligaciones paternales,
desatendiendo sus deberes de solventar las necesidades económicas y la
educación de Aura, quien estaba en pleno dominio de su energía juvenil y quería
realizar una carrera universitaria. Sin duda, la obstinación en celar, la
sospecha y la suspicacia, mellaron toda posibilidad de restablecer la empatía
amorosa entre Manuel de Jesús Collado y María Rodríguez, quien comprendió
rápidamente que ya no tenía porvenir con este hombre, poniendo todo su tesón en
la prioridad de un proyecto de futuro con su hija.
Animada por esa idea, no
quiso regresar a la azarosa vida de angustias, daños físicos y morales, que la
agobiaron en los últimos meses de su relación marital, que fueron como un siglo
de pesares en su vida.
Hermosa y atractiva aún, teniendo 30 años de edad,
aceptó iniciar un noviazgo respetuoso con un profesor del liceo secundario de
la zona que le propuso matrimonio bajo la bendición de la Iglesia.
María salía poco de la hacienda, sólo a misa los
domingos en el pueblo más cercano, encontrando en su recorrido por las calles y
el parque, la admiración de los hombres que posaban sus miradas maliciosas
sobre los duros pechos fermentados por la eternidad del placer, como magia para
la virilidad insatisfecha. María pasó cuatro meses felices y en completa calma,
un poco preocupada por la falta de recursos para disponer el envío de Aura a
una de las universidades de la gran ciudad, a realizar sus estudios en ciencias
de la salud.
Estaba viviendo de un pequeño negocio de préstamos puntuales a
determinados comerciantes amigos, que siempre pagaban sus réditos con atrasos;
no recibía un solo centavo de Manuel de Jesús y apenas le entraban unos pesos
por concepto de la renta mensual de un criadero de cerdos, pero fue en este
tiempo que afortunadamente conoció al agrónomo Mario Santiago Vargas y comenzó
a sostener con él un vínculo sentimental afianzado en la comprensión y la
ternura, basado en un proyecto matrimonial con fecha fija el 14 de febrero del
año siguiente, durante la celebración de la fiesta de San Valentín.
María
estaba ocupada en sus preparativos matrimoniales y el novio, por su parte, en
la compra de mobiliarios y dar apoyo a la educación de Aura, a quien entregó
una carta dirigida al inspector regional de Educación, que fue su compañero de
aula en la universidad, para que la tomara en cuenta en los programas de becas
para maestros, ya que ella había abandonado su sueño de ser médica, queriendo
optar por una licenciatura en educación, para oficiar de profesora de la
enseñanza primaria.
De su lado, Manuel de Jesús Collado seguía empeorando,
volvió a ser un hombre sin oficio, envenenándose el alma, excitando de rabia el
corazón; en un estado de vivencia infernal y delirante, desde que tuvo la
certeza de la provisión de un nuevo amor en la vida de María, que le había
cerrado el camino de regreso a sus brazos. Seguía amando a esa mujer de mala
manera. Ella había tomado en su corazón. Era imposible borrar las horas felices
que vivió a su lado, recibiendo los mayores placeres que pudiera recordar,
incluyendo su hija.
Por eso, ardiendo de celos, angustiado y sin calma,
sólo pensaba en matarla. No la concebía en brazos de otro, porque eso -a su
juicio-, era una afrenta inconcebible. Con ese pensamiento retorcido,
totalmente obnubilado, se mantenía todo el tiempo ansiando la ocurrencia de un
suceso calamitoso que malograra su vida o la de ella, para impedir a cualquier
precio la formalización del amor pautada para el 14 de febrero, a través de un
nuevo matrimonio de María en la Oficialía Civil y la Iglesia. Su decisión en
definitiva era impedir la cristalización de las bodas de María Rodríguez, su
mujer durante 17 años. Era una idea fija, clavada en su mente.
Una encendida
obsesión, ardiendo en su corazón. Una terquedad chiflante, detenida en lo más
hondo de su pensamiento. Una tragedia inevitable hincando su sentimiento, en la
soledad del olvido.
La mente perturbada de Manuel de Jesús Collado constituía
un escollo peligroso para los planes de Mario Santiago Vargas y María
Rodríguez, quienes cruzaban desafiantes un territorio volcánico de pasión sin
freno.
Fue así como lentamente se había construido a expensas
de la subversión, un túnel de rabia por el cual Manuel de Jesús Collado
introducía enloquecido la imagen de su adorable ex compañera grabada en su
cerebro, y su instinto animal lo desviaría del cauce normal del raciocinio,
hilvanando la tragedia, en momento en que un diluvio enfogonado de sentimientos
empapaba los corazones de la pareja enamorada, que se mantenían felices al
margen de la calamidad que les asechaba como destino, en el final de un
laberinto sin salida.
En plena época de Navidad, y en vísperas de las
celebraciones por la venida de un año nuevo, la copa del resentimiento se
rebosaría en el alma de Manuel de Jesús Collado, enterado de que los novios
festejaban en el pueblo, con ritmos antillanos de sones y merengues, la espera
del cañonazo de fin de año y el grato momento de reunirse con sus amigos, para
compartir sus planes, cuando ya sólo faltaba un mes, 14 días y unas horas para
sus bodas.
Esa noche, mientras la gente estaba en el bar, y otra parte
aglomerada en el parque, Manuel de Jesús Collado entró a la hacienda como un
ladrón llevándose consigo sólo la escopeta del difunto don Luis Rodríguez, y se
marchó de inmediato hacia el lugar de la fiesta, con el talante de un verdugo
implacable, montado sobre un espigado y fuerte caballo pinto; escuchándose a lo
lejos el merengue Caña Brava, en la voz de Joseíto Mateo, que salía con nitidez
musical de la vellonera; y casi de inmediato, un pegajoso son cantado por el
trío Los Matamoros.
Sus oídos no se concentraban en la música, porque sólo
tenía oídos para escuchar el bramido del viento soplando fuerte, y sus ojos de
lobo enrojecidos de furia, miraban la multitud abigarrada en el parque, aunque
no lograban divisar con exactitud las caras que buscaban, ni fuera ni dentro,
en el bar lleno de clientes.
El baile estaba en su mejor momento; la
orquestación era insuperable, la gente vibraba con el tañer de la tumbadora,
con el nítido y suave sonido del piano, de las trompetas, los saxofones, el
trombón y las guitarras. Entre las parejas, Mario Santiago Vargas y María Rodríguez
constituían el centro de la fiesta.
Él enlazaba el fino talle de la amada,
aprisionando con sus fuertes brazos el bello cuerpo de la mujer, próximo a ser
suya el día de San Valentín, bajo el compromiso de amarla y respetarla hasta
que la muerte los separe.
Y ella se recostaba amorosa en su pecho, sintiéndose
abrigada, protegida de la brisa que entraba al bar murmurando sobre su pelo.
Sus labios cosquilleaban el oído derecho de Mario Santiago Vargas, que la
sentía sensual, provocadora y coqueta; y le correspondía suavemente cada beso
con otro suyo más vehemente, más dulce y ardiente en su garganta, en su boca, y
en todo su cuerpo.
La pareja estuvo contenta; en algunos momentos sus
labios se aproximaban sin tocarse, cuando de pronto, se rompió el silencio con
la llegada de Manuel enceguecido por los celos y creando una planicie por donde
la sangre rumorosa se convertiría en una nueva sinfonía de la muerte, como
jamás imaginó Beethoven.
No hubo palabras... ni narradores que pudieran
describir un suceso súbito, insospechado, absurdo, que puso fin a la esperanza:
tres disparos de escopeta dentro del Bar y frente a centenares de personas
sorprendidas, que miraron dos cuerpos caer bañados en sangre, y al matador
suicidado, convirtieron en añicos las promesas y las ilusiones de amor, calidez
y ternura aquella noche. Un chaparrón de aguas celestiales mojó al instante la
gente aglomerada, atónita y aturdida, y una comunidad angelical descendió del
firmamento a ofrecer con su ensoñadora presencia, el testimonio más elocuente
de condena a las bajas pasiones.
La lluvia intensa limpió el bar cubierto de
sangre, y cuneta abajo se desplazó, simbolizando la romería de todos los
enamorados del mundo, bailoteando efusivos en una revuelta de falos colosales
que ingresaron en las profundidades de la noche.
Así terminó el ceremonial pavoroso del ultraje en el
drama donde se confrontan las criaturas de la pasión y el rencor contra la
desobediencia endiablada del capricho, bajo la perversidad fisgona del gentío.
Una abundancia de lluvia cayó sobre el pavimento; era el clamor de los santos
convirtiendo en un lodazal el lugar consagrado para velar los difuntos cuyo
trepidar en fidelidad disimulada permanecería latente en cada rincón del lugar.
En la orfandad y la tristeza quedó una jovencita, aturdida y desamparada, sola
con 16 años, víctima de la irracionalidad de su padre consumido por las bajas
pasiones.
Aura Collado Rodríguez se mantuvo aletargada durante
los nueve días de rezos encabezados por una vecindad que recitó repetidamente
el Padre Nuestro. Su prima se encargó de velar por su salud quebrantada, porque
a duras penas consumió alimentos, especialmente durante el servicio nocturno de
galletas con queso y café. Y durante ese largo ceremonial, miró sin ver a los curiosos
que concurrieron a la vela en aparente manifestación de duelo, pero
aprovechando cada momento posible para llevar a cabo sin disimulo, diálogos
soterrados y narraciones de cuentos e historias de humor que se hicieron al
compás de los efectos provocados por los tragos de ron y otras bebidas
espirituosas.
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